jueves, 19 de mayo de 2011
sábado, 14 de mayo de 2011
Pablo Neruda fue asesinado
Todo estaba dispuesto para que el poeta y premio Nobel de Literatura Pablo Neruda se exiliara en México. Había viajado de su casa en Isla Negra a Santiago de Chile y un avión enviado por el gobierno mexicano estaba listo para recogerlo. Sin embargo, tuvo que ser internado en la clínica Santa María. Avisó por teléfono a su mujer, Matilde Urrutia, y a su asistente Manuel Araya que un médico le había puesto una inyección en el estómago. Unas horas después murió. Araya –quien estuvo al lado del poeta en sus últimos días– cuenta a Proceso un secreto que lo ahoga: el poeta “fue asesinado”.
VALPARAÍSO, CHILE, 12 de mayo (apro).- El poeta chileno Pablo Neruda “supo a las cuatro de la madrugada (del 11 de septiembre de 1973) que había un golpe de Estado. Se enteró a través de una radio argentina que captaba por onda corta. Ésta informaba que la marina se había sublevado en Valparaíso.
“Trató de comunicarse a Santiago, pero fue imposible. El teléfono estaba fuera de servicio. Recién como a las nueve de la mañana confirmamos que el golpe se había concretado. (…) Ese 11 de septiembre fue un día caótico y amargo porque no sabíamos qué iba a pasar con Chile y con nosotros.”
Manuel Araya Osorio habla de Neruda con la familiaridad de quien ha compartido momentos cruciales con un personaje histórico. Y sí. Fue asistente del poeta desde noviembre de 1972 –cuando regresó de Francia– hasta su muerte el 23 de septiembre de 1973.
El corresponsal se reunió con este personaje el pasado 24 de abril en el puerto de San Antonio. La entrevista se llevó a cabo en la casa del dirigente de los pescadores artesanales chilenos Cosme Caracciolo, a quien Araya le pidió ayuda para develar un secreto que lo ahogaba: “Lo único que quiero antes de morir es que el mundo sepa la verdad, que Pablo Neruda fue asesinado”, asegura a Proceso.
Sólo el diario El Líder, de San Antonio, dio cuenta parcial de su versión el 26 de junio de 2004. Pero no trascendió por la poca influencia de este medio.
Araya afirma que siempre ha querido que se haga justicia. Cuenta que el 1 de mayo de 1974 le propuso a Matilde Urrutia, viuda de Neruda, aclarar esa muerte. Ambos fueron testigos de sus últimas horas: durmieron, comieron y convivieron en la misma habitación a partir del golpe del 11 de septiembre de 1973 y hasta la muerte del poeta, 12 días después, en la clínica Santa María de Santiago.
Pero Araya afirma que Matilde –quien murió en enero de 1985– no quiso tomar acción alguna para fincar eventuales responsabilidades. Según él, Urrutia le dijo: “Si inicio un juicio me van a quitar todos los bienes”. Araya cuenta que en otra ocasión tuvieron una discusión que marcó un quiebre final en su relación con la viuda. “Me dijo que lo que había pasado era cosa de ella y no mía, porque yo ya había terminado de laborar con Pablo, ya no era trabajador y no teníamos nada que ver”.
“Neruda quería que cuando muriera, la casa de Isla Negra quedara para los mineros del carbón (…) Pero la fundación (Pablo Neruda) se apropió de su obra y no ha concretado ninguno de sus sueños. A ellos (los directivos de la fundación) sólo les interesa el dinero”, espeta.
Afirma que hace dos años le entregó a Jaime Pinos, entonces director de la Casa Museo de Isla Negra, de la fundación, un relato sobre los últimos días del poeta. “Pero no han hecho nada con esa información, ni siquiera la han dado a conocer. No quieren que la verdad se sepa (…) Nunca me han dado la palabra en los actos que organizan ni siquiera en las conmemoraciones de su muerte”.
Araya proviene de una familia de campesinos de la hacienda La Marquesa, cerca de San Antonio. Cuando tenía 14 años fue acogido en Santiago por la dirigente comunista Julieta Campusano, quien le dio trato de ahijado.
Este vínculo le ayudó, pues Campusano llegó a ser senadora y la mujer más influyente del Partido Comunista, y gestionó que Araya recibiera una preparación especial en seguridad e inteligencia, entre otras materias. Araya escaló rápido. Fue mensajero personal de Allende antes de fungir como principal asistente de Neruda.
Araya, quien hacía de chofer, mensajero y encargado de seguridad de Neruda, acepta que el autor de Canto general tenía cáncer de próstata, pero no cree que esa enfermedad lo matara. Asegura que dicho padecimiento “estaba controlado” y que Neruda “gozaba de buena salud, con los achaques propios de una persona de 69 años”.
“Abandonados”
Araya dice que después del golpe del 11 de septiembre, Neruda, su mujer y el resto de los habitantes de la casa de Isla Negra quedaron “solos y abandonados”. El contacto con el mundo exterior se reducía a las noticias que les llegaban a través de una pequeña radio que Neruda sintonizaba, a las esporádicas conversaciones telefónicas de un aparato que sólo recibía llamadas y a lo que les contaban en la hostería Santa Elena, cuya dueña “era de derecha y sabía todo lo que pasaba”.
Cuenta que el 12 de septiembre llegó un jeep con cuatro militares. “Todos llevaban los rostros pintados de negro. Yo salí a recibirlos. (...) El oficial me preguntó quiénes estaban en la casa. Le tuve que decir que en ese momento estaban Cristina, la cocinera; la hermana de ésta, Ruth; Patricio, que era jardinero y mozo; Laurita (Reyes, hermana de Neruda); la señora Matilde, Pablito (Neruda) y yo.
“El oficial nos señaló que en el domicilio no podía quedar nadie más que Neruda, Matilde y yo. Entonces tuvimos que arreglárnoslas entre los tres: dormíamos en la recámara matrimonial que estaba en el segundo piso. Yo dormía sentado en una silla, arropado con un chal. Lo hacía para estar más cerca de Neruda, porque no sabíamos lo que nos iba a pasar.”
El 13 de septiembre, cerca de las 10 de la mañana, los militares allanaron la casa. Araya dice que eran como 40 soldados que venían en tres camiones. Iban armados con metralletas, con las caras pintadas de negro y uniforme de camuflaje. Vestidos y pertrechados “como si fueran a la guerra”.
Recuerda: “Entraban por todos lados: por la playa, por los costados (…) Salí al patio para preguntar qué querían. Hablé con el oficial que daba las órdenes. Me dijo que abriera todas las puertas. Mientras revisaban, destruían y robaban, los militares preguntaban si había armamento, si teníamos gente escondida adentro, si ocultábamos a líderes del Partido Comunista (…) Pero no encontraron nada. Se fueron callados. No pidieron ni perdón. Se sentían dueños y señores del sistema. Tenían el poder en las manos”.
Añade que como a las tres de la tarde, poco después de que se habían ido los soldados, llegaron marinos. “Estuvieron más de dos horas. También allanaron la casa y robaron cosas. Registraban con detectores de metales. (...) La señora Matilde me contó que el mandamás de los marinos entró al dormitorio de Neruda y le dijo: ‘Perdón, señor Neruda’. Y se fue”.
Araya recuerda que durante varios días la marina puso un buque de guerra frente a la casa del poeta. “Neruda decía: ‘Nos van a matar, nos van a volar’. Y yo le decía: ‘Si nos tenemos que morir, yo voy a morir en la ventana primero que usted’. Lo hacía para darle valor, para que se sintiera acompañado. Entonces le dijo a la señora Matilde: ‘Patoja –que así la nombraba–: mire el compañero, no nos va a abandonar, se va a quedar aquí’”.
Araya cuenta que conversaciones de ese tipo tenían lugar en la pieza del matrimonio: ellos acostados y él sentado a los pies de la cama. “Nos preguntábamos que haríamos nosotros solos. Pensábamos que a Neruda lo iban a asesinar. Entonces, resolvimos que la única opción era salir del país”.
El viaje
Araya narra que Neruda le dijo que su plan era instalarse en México y una vez en ese país pedir “a los intelectuales y a los gobiernos del mundo entero ayuda para derrocar a la tiranía y reconstruir la democracia en Chile”.
Rememora: “Desde la hostería Santa Elena –a menos de 100 metros de la casa de Isla Negra– nos comunicamos con las embajadas de Francia y México. La de México se portó un siete (nota máxima en el sistema educativo chileno). El embajador (Gonzalo Martínez Corbalá) se movilizó para ayudarnos. Creo que el 17 de septiembre nos llamó para decirnos que se había conseguido una habitación en la clínica Santa María. Allí deberíamos esperar la llegada de un avión ofrecido por el presidente Luis Echeverría”.
El problema era trasladar al poeta a la clínica. “Con Neruda y Matilde pensamos que la mejor y más segura manera de llegar hasta allá era en una ambulancia. Mi misión era conseguirla. Viajé a Santiago en nuestro Fiat 125 blanco y pude arrendar una ambulancia. (...) Recuerdo que ofrecí como seis veces más de lo que me cobraban para asegurar que efectivamente fueran a buscarnos. Acordamos que fueran el 19, porque ese día la clínica tendría todo dispuesto para recibir a Pablito.
“Llega el 19 y solicitamos a Tejas Verdes (el regimiento militar de la provincia de San Antonio) permiso para trasladar a Neruda. Me dijeron: ‘No estamos dando salvoconductos, menos a Neruda’. A pesar de la negativa decidimos partir. La ambulancia entró hasta la puerta que daba a la escalera de su dormitorio. (...) Al salir se despidió de su perrita Panda, se subió a la ambulancia y se acostó en la camilla. Neruda y Matilde se fueron en la ambulancia. Yo los seguí muy de cerca en el Fiat.”
“El viaje fue triste, caótico y terrible. Nos controlaban cada cuatro o cinco kilómetros, parecía imposible llegar a nuestro destino. Imagínese que salimos a las 12:30 y llegamos a las 18:30 a la clínica (distante poco más de 100 kilómetros de Isla Negra).
“En Melipilla fue el control más maldito. Allí Neruda vivió el momento más terrible. (...) Los militares lo bajaron de la ambulancia y le registraron el cuerpo y la ropa. Decían que buscaban armas. Él pedía clemencia, decía que era un poeta, un premio Nobel, que había dado todo por su país y que merecía respeto. Para ablandar sus corazones les decía que iba muy enfermo, pero las humillaciones continuaban. En un momento lloramos los tres tomados de la mano porque creíamos que así iba a ser nuestro fin.”
Finalmente la ambulancia llegó a la clínica tres horas más tarde de lo acordado. “Como llegamos muy cerca de la hora del toque de queda, no pudimos hacer nada más que quedarnos todos en la clínica a dormir (…)
“El embajador Martínez Corbalá fue a vernos al día siguiente. Y también el francés, que nunca supe cómo se llamaba. También recibimos la visita de Radomiro Tomic y Máximo Pacheco (dirigentes democratacristianos), de un diplomático sueco, y de nadie más.”
La inyección misteriosa
Araya dice que los primeros días en la clínica transcurrieron sin sobresaltos. El 22 de septiembre, la embajada de México avisó que el avión dispuesto por su gobierno tenía programado salir de Santiago rumbo a México el 24 de septiembre. Le comunicó además que el régimen militar había autorizado su salida.
“Entonces Neruda nos pidió a mí y a Matilde que viajáramos a Isla Negra a buscar sus cosas más importantes, entre éstas sus memorias inconclusas. Creo que eran Confieso que he vivido. Al día siguiente –23 de septiembre– partimos temprano hacia la casa de Isla Negra. (...) Dejamos a Neruda muy bien en la clínica, acompañado por su hermana Laurita, que llegó ese día a acompañarlo.”
Asegura que Neruda estaba “en excelente estado, tomando todos sus medicamentos. Todos eran pastillas, no había inyecciones. Nosotros nos preocupamos de recoger todo lo que nos indicó. Estábamos en eso cuando Neruda nos llamó como a las cuatro de la tarde a la hostería Santa Elena, donde le dieron el recado a Matilde, quien devolvió la llamada. Neruda le dijo: ‘Vénganse rápido, porque estando durmiendo entró un doctor y me colocó una inyección’.
“Cuando llegamos a la clínica, Neruda estaba muy afiebrado y rojizo. Dijo que lo habían pinchado en la guata (el estómago) y que ignoraba lo que le habían inyectado. Entonces le vemos la guata y tenía un manchón rojo.”
Araya recuerda que momentos después, cuando se estaba lavando la cara en el baño, entro un médico que le dijo: “Tiene que ir a comprarle urgente a don Pablo un remedio que no está en la clínica”.
Fue a comprar el medicamento y Neruda se quedó con Matilde y Laurita. “En el trayecto me siguieron sin que yo me diera cuenta. El médico antes me había dicho que el medicamento no se encontraba en el centro de Santiago, sino en una farmacia de la calle Vivaceta o Independencia. Cuando salí por Balmaceda para entrar a Vivaceta aparecieron dos autos, uno por detrás y otro por delante. Se bajaron unos hombres y me pegaron puñetazos y patadas. No supe quiénes eran. Me cachetearon harto y luego me pegaron un balazo en una pierna.
“Después de todo lo que me pegaron terminé muy mal herido en la comisaría Carrión, que está por Vivaceta con Santa María. Luego me trasladaron al estadio Nacional donde sufrí severas torturas que me dejaron a un paso de la muerte. El cardenal Raúl Silva Henríquez logró sacarme de ese infierno. Por eso estoy vivo.”
Neruda murió a las 22:00 horas en su habitación –la número 406– de la clínica Santa María.
Consultado por Proceso, el director de archivos de la Fundación Neruda, Darío Oses, dio a conocer la posición de esta institución respecto de la muerte del poeta:
“No hay una versión oficial que maneje la fundación. Ésta se atiene a los testimonios de personas cercanas a Neruda en el momento de su muerte y de biógrafos que manejaron fuentes confiables. Hay bastantes coincidencias entre las versiones de Matilde Urrutia en su libro Mi vida junto a Pablo, la de Jorge Edwards en Adiós poeta y la de Volodia Teitelboim en su biografía Neruda. La causa de muerte fue el cáncer. Uno de los médicos que lo trataba, al parecer el doctor Vargas Salazar, le había advertido a Matilde que la agitación que le producía al poeta el enterarse de lo que estaba ocurriendo en Chile en ese momento podía agravar su estado. A esta situación también contribuyeron el allanamiento de su casa (...) y el traslado en ambulancia (...) con controles y revisiones militares en el camino.”
Pero Manuel Araya dice no tener duda alguna: “Neruda fue asesinado”. Y sostiene que la orden vino de Augusto Pinochet: “¿De qué otra parte iba a salir?”.
VALPARAÍSO, CHILE, 12 de mayo (apro).- El poeta chileno Pablo Neruda “supo a las cuatro de la madrugada (del 11 de septiembre de 1973) que había un golpe de Estado. Se enteró a través de una radio argentina que captaba por onda corta. Ésta informaba que la marina se había sublevado en Valparaíso.
“Trató de comunicarse a Santiago, pero fue imposible. El teléfono estaba fuera de servicio. Recién como a las nueve de la mañana confirmamos que el golpe se había concretado. (…) Ese 11 de septiembre fue un día caótico y amargo porque no sabíamos qué iba a pasar con Chile y con nosotros.”
Manuel Araya Osorio habla de Neruda con la familiaridad de quien ha compartido momentos cruciales con un personaje histórico. Y sí. Fue asistente del poeta desde noviembre de 1972 –cuando regresó de Francia– hasta su muerte el 23 de septiembre de 1973.
El corresponsal se reunió con este personaje el pasado 24 de abril en el puerto de San Antonio. La entrevista se llevó a cabo en la casa del dirigente de los pescadores artesanales chilenos Cosme Caracciolo, a quien Araya le pidió ayuda para develar un secreto que lo ahogaba: “Lo único que quiero antes de morir es que el mundo sepa la verdad, que Pablo Neruda fue asesinado”, asegura a Proceso.
Sólo el diario El Líder, de San Antonio, dio cuenta parcial de su versión el 26 de junio de 2004. Pero no trascendió por la poca influencia de este medio.
Araya afirma que siempre ha querido que se haga justicia. Cuenta que el 1 de mayo de 1974 le propuso a Matilde Urrutia, viuda de Neruda, aclarar esa muerte. Ambos fueron testigos de sus últimas horas: durmieron, comieron y convivieron en la misma habitación a partir del golpe del 11 de septiembre de 1973 y hasta la muerte del poeta, 12 días después, en la clínica Santa María de Santiago.
Pero Araya afirma que Matilde –quien murió en enero de 1985– no quiso tomar acción alguna para fincar eventuales responsabilidades. Según él, Urrutia le dijo: “Si inicio un juicio me van a quitar todos los bienes”. Araya cuenta que en otra ocasión tuvieron una discusión que marcó un quiebre final en su relación con la viuda. “Me dijo que lo que había pasado era cosa de ella y no mía, porque yo ya había terminado de laborar con Pablo, ya no era trabajador y no teníamos nada que ver”.
“Neruda quería que cuando muriera, la casa de Isla Negra quedara para los mineros del carbón (…) Pero la fundación (Pablo Neruda) se apropió de su obra y no ha concretado ninguno de sus sueños. A ellos (los directivos de la fundación) sólo les interesa el dinero”, espeta.
Afirma que hace dos años le entregó a Jaime Pinos, entonces director de la Casa Museo de Isla Negra, de la fundación, un relato sobre los últimos días del poeta. “Pero no han hecho nada con esa información, ni siquiera la han dado a conocer. No quieren que la verdad se sepa (…) Nunca me han dado la palabra en los actos que organizan ni siquiera en las conmemoraciones de su muerte”.
Araya proviene de una familia de campesinos de la hacienda La Marquesa, cerca de San Antonio. Cuando tenía 14 años fue acogido en Santiago por la dirigente comunista Julieta Campusano, quien le dio trato de ahijado.
Este vínculo le ayudó, pues Campusano llegó a ser senadora y la mujer más influyente del Partido Comunista, y gestionó que Araya recibiera una preparación especial en seguridad e inteligencia, entre otras materias. Araya escaló rápido. Fue mensajero personal de Allende antes de fungir como principal asistente de Neruda.
Araya, quien hacía de chofer, mensajero y encargado de seguridad de Neruda, acepta que el autor de Canto general tenía cáncer de próstata, pero no cree que esa enfermedad lo matara. Asegura que dicho padecimiento “estaba controlado” y que Neruda “gozaba de buena salud, con los achaques propios de una persona de 69 años”.
“Abandonados”
Araya dice que después del golpe del 11 de septiembre, Neruda, su mujer y el resto de los habitantes de la casa de Isla Negra quedaron “solos y abandonados”. El contacto con el mundo exterior se reducía a las noticias que les llegaban a través de una pequeña radio que Neruda sintonizaba, a las esporádicas conversaciones telefónicas de un aparato que sólo recibía llamadas y a lo que les contaban en la hostería Santa Elena, cuya dueña “era de derecha y sabía todo lo que pasaba”.
Cuenta que el 12 de septiembre llegó un jeep con cuatro militares. “Todos llevaban los rostros pintados de negro. Yo salí a recibirlos. (...) El oficial me preguntó quiénes estaban en la casa. Le tuve que decir que en ese momento estaban Cristina, la cocinera; la hermana de ésta, Ruth; Patricio, que era jardinero y mozo; Laurita (Reyes, hermana de Neruda); la señora Matilde, Pablito (Neruda) y yo.
“El oficial nos señaló que en el domicilio no podía quedar nadie más que Neruda, Matilde y yo. Entonces tuvimos que arreglárnoslas entre los tres: dormíamos en la recámara matrimonial que estaba en el segundo piso. Yo dormía sentado en una silla, arropado con un chal. Lo hacía para estar más cerca de Neruda, porque no sabíamos lo que nos iba a pasar.”
El 13 de septiembre, cerca de las 10 de la mañana, los militares allanaron la casa. Araya dice que eran como 40 soldados que venían en tres camiones. Iban armados con metralletas, con las caras pintadas de negro y uniforme de camuflaje. Vestidos y pertrechados “como si fueran a la guerra”.
Recuerda: “Entraban por todos lados: por la playa, por los costados (…) Salí al patio para preguntar qué querían. Hablé con el oficial que daba las órdenes. Me dijo que abriera todas las puertas. Mientras revisaban, destruían y robaban, los militares preguntaban si había armamento, si teníamos gente escondida adentro, si ocultábamos a líderes del Partido Comunista (…) Pero no encontraron nada. Se fueron callados. No pidieron ni perdón. Se sentían dueños y señores del sistema. Tenían el poder en las manos”.
Añade que como a las tres de la tarde, poco después de que se habían ido los soldados, llegaron marinos. “Estuvieron más de dos horas. También allanaron la casa y robaron cosas. Registraban con detectores de metales. (...) La señora Matilde me contó que el mandamás de los marinos entró al dormitorio de Neruda y le dijo: ‘Perdón, señor Neruda’. Y se fue”.
Araya recuerda que durante varios días la marina puso un buque de guerra frente a la casa del poeta. “Neruda decía: ‘Nos van a matar, nos van a volar’. Y yo le decía: ‘Si nos tenemos que morir, yo voy a morir en la ventana primero que usted’. Lo hacía para darle valor, para que se sintiera acompañado. Entonces le dijo a la señora Matilde: ‘Patoja –que así la nombraba–: mire el compañero, no nos va a abandonar, se va a quedar aquí’”.
Araya cuenta que conversaciones de ese tipo tenían lugar en la pieza del matrimonio: ellos acostados y él sentado a los pies de la cama. “Nos preguntábamos que haríamos nosotros solos. Pensábamos que a Neruda lo iban a asesinar. Entonces, resolvimos que la única opción era salir del país”.
El viaje
Araya narra que Neruda le dijo que su plan era instalarse en México y una vez en ese país pedir “a los intelectuales y a los gobiernos del mundo entero ayuda para derrocar a la tiranía y reconstruir la democracia en Chile”.
Rememora: “Desde la hostería Santa Elena –a menos de 100 metros de la casa de Isla Negra– nos comunicamos con las embajadas de Francia y México. La de México se portó un siete (nota máxima en el sistema educativo chileno). El embajador (Gonzalo Martínez Corbalá) se movilizó para ayudarnos. Creo que el 17 de septiembre nos llamó para decirnos que se había conseguido una habitación en la clínica Santa María. Allí deberíamos esperar la llegada de un avión ofrecido por el presidente Luis Echeverría”.
El problema era trasladar al poeta a la clínica. “Con Neruda y Matilde pensamos que la mejor y más segura manera de llegar hasta allá era en una ambulancia. Mi misión era conseguirla. Viajé a Santiago en nuestro Fiat 125 blanco y pude arrendar una ambulancia. (...) Recuerdo que ofrecí como seis veces más de lo que me cobraban para asegurar que efectivamente fueran a buscarnos. Acordamos que fueran el 19, porque ese día la clínica tendría todo dispuesto para recibir a Pablito.
“Llega el 19 y solicitamos a Tejas Verdes (el regimiento militar de la provincia de San Antonio) permiso para trasladar a Neruda. Me dijeron: ‘No estamos dando salvoconductos, menos a Neruda’. A pesar de la negativa decidimos partir. La ambulancia entró hasta la puerta que daba a la escalera de su dormitorio. (...) Al salir se despidió de su perrita Panda, se subió a la ambulancia y se acostó en la camilla. Neruda y Matilde se fueron en la ambulancia. Yo los seguí muy de cerca en el Fiat.”
“El viaje fue triste, caótico y terrible. Nos controlaban cada cuatro o cinco kilómetros, parecía imposible llegar a nuestro destino. Imagínese que salimos a las 12:30 y llegamos a las 18:30 a la clínica (distante poco más de 100 kilómetros de Isla Negra).
“En Melipilla fue el control más maldito. Allí Neruda vivió el momento más terrible. (...) Los militares lo bajaron de la ambulancia y le registraron el cuerpo y la ropa. Decían que buscaban armas. Él pedía clemencia, decía que era un poeta, un premio Nobel, que había dado todo por su país y que merecía respeto. Para ablandar sus corazones les decía que iba muy enfermo, pero las humillaciones continuaban. En un momento lloramos los tres tomados de la mano porque creíamos que así iba a ser nuestro fin.”
Finalmente la ambulancia llegó a la clínica tres horas más tarde de lo acordado. “Como llegamos muy cerca de la hora del toque de queda, no pudimos hacer nada más que quedarnos todos en la clínica a dormir (…)
“El embajador Martínez Corbalá fue a vernos al día siguiente. Y también el francés, que nunca supe cómo se llamaba. También recibimos la visita de Radomiro Tomic y Máximo Pacheco (dirigentes democratacristianos), de un diplomático sueco, y de nadie más.”
La inyección misteriosa
Araya dice que los primeros días en la clínica transcurrieron sin sobresaltos. El 22 de septiembre, la embajada de México avisó que el avión dispuesto por su gobierno tenía programado salir de Santiago rumbo a México el 24 de septiembre. Le comunicó además que el régimen militar había autorizado su salida.
“Entonces Neruda nos pidió a mí y a Matilde que viajáramos a Isla Negra a buscar sus cosas más importantes, entre éstas sus memorias inconclusas. Creo que eran Confieso que he vivido. Al día siguiente –23 de septiembre– partimos temprano hacia la casa de Isla Negra. (...) Dejamos a Neruda muy bien en la clínica, acompañado por su hermana Laurita, que llegó ese día a acompañarlo.”
Asegura que Neruda estaba “en excelente estado, tomando todos sus medicamentos. Todos eran pastillas, no había inyecciones. Nosotros nos preocupamos de recoger todo lo que nos indicó. Estábamos en eso cuando Neruda nos llamó como a las cuatro de la tarde a la hostería Santa Elena, donde le dieron el recado a Matilde, quien devolvió la llamada. Neruda le dijo: ‘Vénganse rápido, porque estando durmiendo entró un doctor y me colocó una inyección’.
“Cuando llegamos a la clínica, Neruda estaba muy afiebrado y rojizo. Dijo que lo habían pinchado en la guata (el estómago) y que ignoraba lo que le habían inyectado. Entonces le vemos la guata y tenía un manchón rojo.”
Araya recuerda que momentos después, cuando se estaba lavando la cara en el baño, entro un médico que le dijo: “Tiene que ir a comprarle urgente a don Pablo un remedio que no está en la clínica”.
Fue a comprar el medicamento y Neruda se quedó con Matilde y Laurita. “En el trayecto me siguieron sin que yo me diera cuenta. El médico antes me había dicho que el medicamento no se encontraba en el centro de Santiago, sino en una farmacia de la calle Vivaceta o Independencia. Cuando salí por Balmaceda para entrar a Vivaceta aparecieron dos autos, uno por detrás y otro por delante. Se bajaron unos hombres y me pegaron puñetazos y patadas. No supe quiénes eran. Me cachetearon harto y luego me pegaron un balazo en una pierna.
“Después de todo lo que me pegaron terminé muy mal herido en la comisaría Carrión, que está por Vivaceta con Santa María. Luego me trasladaron al estadio Nacional donde sufrí severas torturas que me dejaron a un paso de la muerte. El cardenal Raúl Silva Henríquez logró sacarme de ese infierno. Por eso estoy vivo.”
Neruda murió a las 22:00 horas en su habitación –la número 406– de la clínica Santa María.
Consultado por Proceso, el director de archivos de la Fundación Neruda, Darío Oses, dio a conocer la posición de esta institución respecto de la muerte del poeta:
“No hay una versión oficial que maneje la fundación. Ésta se atiene a los testimonios de personas cercanas a Neruda en el momento de su muerte y de biógrafos que manejaron fuentes confiables. Hay bastantes coincidencias entre las versiones de Matilde Urrutia en su libro Mi vida junto a Pablo, la de Jorge Edwards en Adiós poeta y la de Volodia Teitelboim en su biografía Neruda. La causa de muerte fue el cáncer. Uno de los médicos que lo trataba, al parecer el doctor Vargas Salazar, le había advertido a Matilde que la agitación que le producía al poeta el enterarse de lo que estaba ocurriendo en Chile en ese momento podía agravar su estado. A esta situación también contribuyeron el allanamiento de su casa (...) y el traslado en ambulancia (...) con controles y revisiones militares en el camino.”
Pero Manuel Araya dice no tener duda alguna: “Neruda fue asesinado”. Y sostiene que la orden vino de Augusto Pinochet: “¿De qué otra parte iba a salir?”.
miércoles, 11 de mayo de 2011
martes, 10 de mayo de 2011
domingo, 8 de mayo de 2011
miércoles, 4 de mayo de 2011
lunes, 2 de mayo de 2011
Sinuosidades de Ernesto Sábato , Juan Pablo Csipka
Contarle las costillas a Ernesto Sabato fue una costumbre de cierta intelectualidad, en especial tras su rol al frente de la CONADEP. Sin haber sido nunca un orgánico, salvo del PC en su juventud, el escritor no fue nunca fácil de clasificar y su obra, de cierta valía, pierde en varios aspectos frente a sus ilustres contemporáneos. No hay las cumbres existencialistas de Zama de Di Benedetto, por más que El túnel sea más popular; y los juegos metafísicos y fantásticos que bordean sus otras ficciones (Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador) son ampliamente superados por Silvina Ocampo, Borges y Cortázar. Sí un mundo de lo subterráneo (palpable en pasajes de Abaddón... y en el Informe sobre ciegos) que le dan su toque personal. Su literatura, discutible en ciertos parámetros, fue mensurada en términos cuantitativos: no se podía tener en cuenta a un autor que sólo había publicado tres novelas, separadas cada una por 13 años, y un puñado de ensayos (lo menos memorable de su producción). Con esa vara, Juan Rulfo no debiera ser considerado porque apenas escribió una novela y un volumen de cuentos.
Ya antes del éxito de Sobre héroes y tumbas, la polémica había envuelto a Sabato en relación al peronismo. Su antagonista fue Borges. De un lado, el gorila recalcitrante, del otro, el doctor en física que le buscaba el costado sociológico al mayor movimiento de masas de la historia argentina. Sabato, como prácticamente toda la intelectualidad, se había opuesto a Perón. Pero trató de dar otra interpretación en su opúsculo El otro rostro del peronismo, donde cuenta: “Aquella noche de septiembre de 1955, mientras doctores, hacendados y escritores festejábamos ruidosamente en la sala la caída del tirano, en un rincón de la antecocina vi como las dos indias que allí trabajaban tenían los ojos empapados en lágrimas. Y aunque en todos aquellos años yo había meditado en la trágica dualidad que escondía el pueblo argentino; en ese momento se me apareció en su forma más conmovedora. Pues, ¿qué más nítida caracterización del drama de nuestra Patria que aquella doble escena casi ejemplar? Muchos millones de desposeídos y de trabajadores derramaban lágrimas en aquellos instantes para ellos duros y sombríos. Grandes multitudes de compatriotas humildes estaban simbolizados en aquellas dos muchachas indígenas que lloraban en una cocina de Salta”. En su carta del 1º de febrero de 1960 al Che Guevara amplía: “Pensé por fin que los árboles nos habían impedido ver el bosque y que los afamados textos en que habíamos leído sobre revoluciones químicamente puras nos habían impedido ver con nuestros propios ojos una revolución sucia (como siempre son los movimientos históricos reales) que se desarrollaba tumultuosamente ante nosotros”.
Entre el breve ensayo sobre el decenio peronista y su correspondencia con el Che, Sabato tuvo su choque con Borges, que terminó de distanciarlo del grupo Sur, si bien no fue nunca un integrante del núcleo duro de la revista de Victoria Ocampo, un bastión antiperonista de la primera hora. “Dije en Montevideo, y ahora repito, que el régimen de Perón era abominable, que la revolución que lo derribó fue un acto de justicia y que el gobierno de esa revolución merece la amistad y la gratitud de todos los argentinos. Dije también que habái que despertar en el pueblo un sentimiento de vergüenza por los delitos que mancharon doce años de nuestra historia y denuncio a quienes indirecta o directamente vindican ese largo espacio de infamia", escribirá Borges en Sur. Responde Sabato en noviembre de 1956 en la revista Ficción: “Guarda con sostener que todos en alguna manera somos peronistas. Las cosas claras: de un lado el Mal, la masa obrera, la chusma, la roña, las alpargatas, eso que los persas llamaban Ahriman; del otro lado el Bien, los antiperonistas, Borges, eso que los persas llaman Ormuz”. Sabato recriminó a Borges su nula comprensión del fenómeno popular y que nada dijese sobre los años previos a Perón, acerca de los obreros y estudiantes que “sufrieron cárcel, tortura y muerte por levantarse contra la injusticia social o por la enajenación de la patria a consorcios extranjeros”.
En marzo del 57, Ficción publica la réplica de Borges, en la que este contesta las afirmaciones de Sabato sin nombrarlo en ninguna parte del texto. “El estilo de los textos del que habla es revelador. En un solo párrafo he subrayado las locuciones: pueblo insurecto, injusticia social, enajenación de la patria a los consorcios extranjeros y oligarquía. Inútil proseguir: el lector ya ha reconocido el dialecto, el vocabulario y casi la voz del Padre de los Pobres”, en alusión al propio Perón. Sabato pondrá la hilada final al contrapunto: “Para el autor de Ficciones hay que distinguir entre torturadores totalitarios y torturadores democráticos, entre tormentos oportunos e inoportunos”. Rara avis, se posicionaba como un equidistante: no sólo criticaba el gorilismo de Borges, sino que además recordó que Perón “tuvo profunda admiración por Mussolini y luego por el nazismo”. Asimismo, es un hecho de la realidad que perdió su cátedra en la Universidad de la Plata en el primer peronismo y que no fue precisamente un adherente al general. Todo lo cual no impidió que, con Perón en la cañonera, en las horas triunfales de Lonardi, Sabato dijese, convocado para hablar de literatura en Radio Nacional: “No puedo hablar de ningún tema mientras a poca distancia de aquí, en la cárcel de Las Heras, se está torturando a militantes peronistas”.
Veinte años después, el 19 de mayo de 1976, Borges y Sabato, levemente aproximados tras la muerte de Perón por Orlando Barone para los diálogos publicados en libro, concurren a la Casa Rosada a almorzar con Jorge Rafael Videla. No habían pasado dos meses del golpe de estado y, aunque perceptible, no había conciencia de la magnitud de la masacre. Con todas las críticas que se puedan hacer, el motivo del ágape no fue para departir sobre bueyes perdidos. El padre Leonardo Castellani quería reclamar por Haroldo Conti, secuestrado el 4 de mayo (el autor de Alrededor de la jaula había sido alumno suyo en el seminario). Al mismo tiempo, la SADE, en la persona de su presidente, Alberto Ratti, se interesaba en conocer el paradero de Antonio Di Benedetto. Como apoyatura, fueron Borges y Sabato. La versión de los amigos de Sabato dice que Castellani le pidió a Videla por Conti y que Sabato, y no Ratti, levantó la voz por Di Benedetto. Lo cual explicaría la dedicatoria de Di Benedetto en sus Cuentos del exilio, en 1983: “Al Premio Nobel de Literatura Heinrich Böll y al gran escritor argentino Ernesto Sabato, que bregaron por mi libertad en altas instancias”. A todo esto, a menos de 60 días de iniciada la dictadura, la excusa de grupos represivos fuera de control (Videla se la repetiría un año después a Patricia Derian, la enviada de Jimmy Carter) era aún creíble, por más que Castellani pudiese visitar a Conti en su lugar de cautiverio y darle la extremaunción
Conti sigue desaparecido, como se sabe, y eso prendió la mecha de una polémica con Gabriel García Márquez en 1981. El futuro Nobel recordó los cinco años del almuerzo en El Espectador de Bogotá y Sábato envió una extensa parrafada, remitiendo a las ediciones del 20 de mayo del 76 de La Razón y La Opinión. En su respuesta a García Márquez, el 14 de junio de 1981, cerraba diciendo: “No rechazo cualquier violencia ni cualquier revolución. Lamentablemente, la historia las exige en muchas ocasiones, cuando ya no queda ninguna esperanza, como ha sido en el caso de Nicaragua, donde por décadas una sola familia mantuvo la más infame de las tiranías, mediante la sangre y el suplicio. Pero sí rechazo de plano cualquier género de crimen terrorista. Este rechazo total es el que precisamente me autoriza a denunciar también los crímenes de la represión argentina”.
En ese 1981, Sabato ya se mostraba cercano a los organismos de derechos humanos, especialmente el SERPAJ de Adolfo Pérez Esquivel y reclamaba, particularmente, por los niños nacidos en cautiverio. “¿De qué son culpables estos inocentes absolutos?”, proclamó en una conferencia de prensa. Antes, en 1980, había firmado la primera solicitada de las Madres de Plaza de Mayo, junto a Borges.
Llegó la democracia, y con ella la CONADEP. Y el debate sobre si Sabato, en el prólogo del Nunca Más, fundó la teoría de los dos demonios. La clave pasa por el comienzo mismo del texto: “Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda, fenómeno que ha ocurrido en muchos otros países. Así aconteció en Italia, que durante largos años debió sufrir la despiadada acción de las formaciones fascistas, de las Brigadas Rojas y de grupos similares. Pero esa nación no abandonó en ningún momento los principios del derecho para combatirlo, y lo hizo con absoluta eficacia, mediante los tribunales ordinarios, ofreciendo a los acusados todas las garantías de la defensa en juicio; y en ocasión del secuestro de Aldo Moro, cuando un miembro de los servicios de seguridad le propuso al General Della Chiesa torturar a un detenido que parecía saber mucho, le respondió con palabras memorables: “Italia puede permitirse perder a Aldo Moro. No, en cambio, implantar la tortura”. No fue de esta manera en nuestro país: a los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos”.
Como erróneamente se cree, el prólogo no fue modificado. Desde 2006 el Nunca Más tiene una introducción firmada por la Secretaría de Derechos Humanos (es probable que el autor sea Eduardo Luis Duhalde, titular de la misma), donde se afirma: “Es preciso dejar claramente establecido, porque lo requiere la construcción del futuro sobre bases firmes, que es inaceptable pretender justificar el terrorismo de Estado como una suerte de juego de violencias contrapuestas como si fuera posible buscar una simetría justificatoria en la acción de particulares frente al apartamiento de los fines propios de la Nación y del Estado, que son irrenunciables”.
El prólogo de 1984 sentencia que “las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos”. No hay, entonces, “simetría”. Los grupos guerrilleros son, técnicamente, (y en particular después del 25 de mayo de 1973, cuando tras la amnistía sigue la lucha armada), asociaciones ilícitas. El concepto jurídico excede al Estado mismo cuando el Estado es envilecido al punto tal que la presentación de un habeas corpus podía costarle la vida a un abogado. La “simetría” tampoco es “justificatoria” si el párrafo habla de “el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos”. Más adelante se lee, por si quedaran dudas: “Tenemos la certidumbre de que la dictadura militar produjo la más grande tragedia de nuestra historia, y la más salvaje”.
Volvamos al párrafo de la discordia: “un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda”. Y ejemplifica con el caso italiano, equiparando las Brigadas Rojas a la guerrilla. En contraposición a los secuestradores de Aldo Moro, nombra “formaciones fascistas”. ¿Quiénes serían esas formaciones fascistas en la Argentina? No ciertamente las Fuerzas Armadas, a las que el texto pone en acción el 24 de marzo de 1976. El prólogo, en su comienzo mismo, está poniendo la mira en la Triple A, no solo en el ERP y Montoneros. Si no, no se entiende que hable de terrorismos de extrema derecha y extrema izquierda. Pero la Comisión no lo podía decir abiertamente; hacerlo implicaba enfocarse también en el gobierno de Isabel Perón (la Escuelita de Famaillá, primer chupadero del país, es anterior al golpe del 76), quien había pactado con Raúl Alfonsín hacer la vista gorda a cambio de tener cierta gobernabilidad en los primeros meses de la democracia.
Yendo más allá, la teoría de los dos demonios, equiparando a militares y guerrilleros (y obviando a las tres A), es una creación radical previa a la CONADEP. La Comisión nació el 15 de diciembre de 1983; Alfonsín firmó dos días antes los decretos 157 y 158. El primero procesaba, en nombre del estado, a las cúpulas montoneras y del ERP. El segundo, a las tres primeras juntas militares. Pero la idea venía incluso de antes. En ocasión de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en septiembre de 1979, la UCR, tras la entrevista de Ricardo Balbín con los comisionados, señaló en un comunicado: “Repudiamos la violencia como método de acción política. Condenamos la guerrilla y el terrorismo que siembra destrucción y muerte. Repudiamos también la acción de grupos autónomos que, desde otro extremo ideológico, bajo el pretexto de ayudar a combatir al otro extremo, son responsables de excesos en la represión, violación de derechos humanos y también indiscriminadamente hacen víctimas”. Y a los pocos días, el mismo Alfonsín diría: “La Argentina está siendo empujada hacia un colapso ético por los partidarios de la violencia de uno u otro signo. La metodología del terrorismo constituye una expresión repugnante que el Estado debe sancionar. La actividad represiva del Estado no debe atentar contra la vida, los derechos y el honor de los ciudadanos. La sanción debe recaer sobre quien cometió el delito y nunca sobre sus familiares o allegados. Debe respetarse integralmente el artículo 18 de la Constitución Nacional, que exige procesos públicos, jueces identificables y sentencias fundadas”. Todo un alarde de principios liberales, que no se escuchó en los días del Operativo Independencia, cuando incluso violando el estado de sitio, los generales Vilas y Bussi prologaron el terrorismo de estado en Famaillá y no llevaron sus prisioneros ante los jueces naturales.
El prólogo de Sabato cierra así: “Se nos ha acusado, en fin, de denunciar sólo una parte de los hechos sangrientos que sufrió nuestra nación en los últimos tiempos, silenciando los que cometió el terrorismo que precedió a marzo de 1976, y hasta, de alguna manera, hacer de ellos una tortuosa exaltación. Por el contrario, nuestra Comisión ha repudiado siempre aquel terror, y lo repetimos una vez más en éstas mismas páginas. Nuestra misión no era la de investigar sus crímenes sino estrictamente la suerte corrida por los desaparecidos, cualesquiera que fueran, proviniesen de uno o de otro lado de la violencia. Los familiares de las víctimas del terrorismo anterior no lo hicieron, seguramente, porque ese terror produjo muertes, no desaparecidos. Por lo demás el pueblo argentino ha podido escuchar y ver cantidad de programas televisivos, y leer infinidad de artículos en diarios y revistas, además de un libro entero publicado por el gobierno militar, que enumeraron, describieron y condenaron minuciosamente los hechos de aquel terrorismo”. Al final del párrafo, sin nombrarlo, marca diferencias con El terrorismo en la Argentina, el abyecto libelo que los militares editaron cuando arribó la CIDH, detallando las acciones de la guerrilla e incluso inventando atentados inexistentes, cosa de inflar un volumen que ningún historiador puede tomar con seriedad, a diferencia del valor del Nunca Más. El problema es que Sabato le da entidad de documento creíble a ese libro, y que con lo de “nuestra misión no era la de investigar sus crímenes sino estrictamente la suerte corrida por los desaparecidos, cualesquiera que fueran, proviniesen de uno o de otro lado de la violencia”, da por sentado el “en algo andarían”, reduciendo el asunto a una cuestión de procedimientos en la represión.
Aún con los lineamientos que recibiera de la Rosada, aún con las críticas que se le pueda hacer a la CONADEP, el valor de su trabajo es enorme. Había miembros con familiares desaparecidos sin tener militancia (el hijo de Graciela Fernández Meijide), otros sí tenían parientes comprometidos (el hijo de Hilario Fernández Long en Montoneros), y los miembros religiosos habían hecho denuncias durante la dictadura, como el obispo Jaime De Nevares y el rabino Marshall Meyer. No había apologistas explícitos de la dictadura entre sus integrantes.
Achacarle a Sabato la paternidad de los dos demonios es obviar la línea directriz de la UCR, cuya crítica de la lucha armada bordeó, sí, la equiparación con la carnicería que cometieron las Fuerzas Armadas, al punto de que Balbín hablara de “guerrilla fabril” al referirse al sindicalismo de base. Sí se puede hablar de un hombre sinuoso, que no es lo mismo.
Ya antes del éxito de Sobre héroes y tumbas, la polémica había envuelto a Sabato en relación al peronismo. Su antagonista fue Borges. De un lado, el gorila recalcitrante, del otro, el doctor en física que le buscaba el costado sociológico al mayor movimiento de masas de la historia argentina. Sabato, como prácticamente toda la intelectualidad, se había opuesto a Perón. Pero trató de dar otra interpretación en su opúsculo El otro rostro del peronismo, donde cuenta: “Aquella noche de septiembre de 1955, mientras doctores, hacendados y escritores festejábamos ruidosamente en la sala la caída del tirano, en un rincón de la antecocina vi como las dos indias que allí trabajaban tenían los ojos empapados en lágrimas. Y aunque en todos aquellos años yo había meditado en la trágica dualidad que escondía el pueblo argentino; en ese momento se me apareció en su forma más conmovedora. Pues, ¿qué más nítida caracterización del drama de nuestra Patria que aquella doble escena casi ejemplar? Muchos millones de desposeídos y de trabajadores derramaban lágrimas en aquellos instantes para ellos duros y sombríos. Grandes multitudes de compatriotas humildes estaban simbolizados en aquellas dos muchachas indígenas que lloraban en una cocina de Salta”. En su carta del 1º de febrero de 1960 al Che Guevara amplía: “Pensé por fin que los árboles nos habían impedido ver el bosque y que los afamados textos en que habíamos leído sobre revoluciones químicamente puras nos habían impedido ver con nuestros propios ojos una revolución sucia (como siempre son los movimientos históricos reales) que se desarrollaba tumultuosamente ante nosotros”.
Entre el breve ensayo sobre el decenio peronista y su correspondencia con el Che, Sabato tuvo su choque con Borges, que terminó de distanciarlo del grupo Sur, si bien no fue nunca un integrante del núcleo duro de la revista de Victoria Ocampo, un bastión antiperonista de la primera hora. “Dije en Montevideo, y ahora repito, que el régimen de Perón era abominable, que la revolución que lo derribó fue un acto de justicia y que el gobierno de esa revolución merece la amistad y la gratitud de todos los argentinos. Dije también que habái que despertar en el pueblo un sentimiento de vergüenza por los delitos que mancharon doce años de nuestra historia y denuncio a quienes indirecta o directamente vindican ese largo espacio de infamia", escribirá Borges en Sur. Responde Sabato en noviembre de 1956 en la revista Ficción: “Guarda con sostener que todos en alguna manera somos peronistas. Las cosas claras: de un lado el Mal, la masa obrera, la chusma, la roña, las alpargatas, eso que los persas llamaban Ahriman; del otro lado el Bien, los antiperonistas, Borges, eso que los persas llaman Ormuz”. Sabato recriminó a Borges su nula comprensión del fenómeno popular y que nada dijese sobre los años previos a Perón, acerca de los obreros y estudiantes que “sufrieron cárcel, tortura y muerte por levantarse contra la injusticia social o por la enajenación de la patria a consorcios extranjeros”.
En marzo del 57, Ficción publica la réplica de Borges, en la que este contesta las afirmaciones de Sabato sin nombrarlo en ninguna parte del texto. “El estilo de los textos del que habla es revelador. En un solo párrafo he subrayado las locuciones: pueblo insurecto, injusticia social, enajenación de la patria a los consorcios extranjeros y oligarquía. Inútil proseguir: el lector ya ha reconocido el dialecto, el vocabulario y casi la voz del Padre de los Pobres”, en alusión al propio Perón. Sabato pondrá la hilada final al contrapunto: “Para el autor de Ficciones hay que distinguir entre torturadores totalitarios y torturadores democráticos, entre tormentos oportunos e inoportunos”. Rara avis, se posicionaba como un equidistante: no sólo criticaba el gorilismo de Borges, sino que además recordó que Perón “tuvo profunda admiración por Mussolini y luego por el nazismo”. Asimismo, es un hecho de la realidad que perdió su cátedra en la Universidad de la Plata en el primer peronismo y que no fue precisamente un adherente al general. Todo lo cual no impidió que, con Perón en la cañonera, en las horas triunfales de Lonardi, Sabato dijese, convocado para hablar de literatura en Radio Nacional: “No puedo hablar de ningún tema mientras a poca distancia de aquí, en la cárcel de Las Heras, se está torturando a militantes peronistas”.
Veinte años después, el 19 de mayo de 1976, Borges y Sabato, levemente aproximados tras la muerte de Perón por Orlando Barone para los diálogos publicados en libro, concurren a la Casa Rosada a almorzar con Jorge Rafael Videla. No habían pasado dos meses del golpe de estado y, aunque perceptible, no había conciencia de la magnitud de la masacre. Con todas las críticas que se puedan hacer, el motivo del ágape no fue para departir sobre bueyes perdidos. El padre Leonardo Castellani quería reclamar por Haroldo Conti, secuestrado el 4 de mayo (el autor de Alrededor de la jaula había sido alumno suyo en el seminario). Al mismo tiempo, la SADE, en la persona de su presidente, Alberto Ratti, se interesaba en conocer el paradero de Antonio Di Benedetto. Como apoyatura, fueron Borges y Sabato. La versión de los amigos de Sabato dice que Castellani le pidió a Videla por Conti y que Sabato, y no Ratti, levantó la voz por Di Benedetto. Lo cual explicaría la dedicatoria de Di Benedetto en sus Cuentos del exilio, en 1983: “Al Premio Nobel de Literatura Heinrich Böll y al gran escritor argentino Ernesto Sabato, que bregaron por mi libertad en altas instancias”. A todo esto, a menos de 60 días de iniciada la dictadura, la excusa de grupos represivos fuera de control (Videla se la repetiría un año después a Patricia Derian, la enviada de Jimmy Carter) era aún creíble, por más que Castellani pudiese visitar a Conti en su lugar de cautiverio y darle la extremaunción
Conti sigue desaparecido, como se sabe, y eso prendió la mecha de una polémica con Gabriel García Márquez en 1981. El futuro Nobel recordó los cinco años del almuerzo en El Espectador de Bogotá y Sábato envió una extensa parrafada, remitiendo a las ediciones del 20 de mayo del 76 de La Razón y La Opinión. En su respuesta a García Márquez, el 14 de junio de 1981, cerraba diciendo: “No rechazo cualquier violencia ni cualquier revolución. Lamentablemente, la historia las exige en muchas ocasiones, cuando ya no queda ninguna esperanza, como ha sido en el caso de Nicaragua, donde por décadas una sola familia mantuvo la más infame de las tiranías, mediante la sangre y el suplicio. Pero sí rechazo de plano cualquier género de crimen terrorista. Este rechazo total es el que precisamente me autoriza a denunciar también los crímenes de la represión argentina”.
En ese 1981, Sabato ya se mostraba cercano a los organismos de derechos humanos, especialmente el SERPAJ de Adolfo Pérez Esquivel y reclamaba, particularmente, por los niños nacidos en cautiverio. “¿De qué son culpables estos inocentes absolutos?”, proclamó en una conferencia de prensa. Antes, en 1980, había firmado la primera solicitada de las Madres de Plaza de Mayo, junto a Borges.
Llegó la democracia, y con ella la CONADEP. Y el debate sobre si Sabato, en el prólogo del Nunca Más, fundó la teoría de los dos demonios. La clave pasa por el comienzo mismo del texto: “Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda, fenómeno que ha ocurrido en muchos otros países. Así aconteció en Italia, que durante largos años debió sufrir la despiadada acción de las formaciones fascistas, de las Brigadas Rojas y de grupos similares. Pero esa nación no abandonó en ningún momento los principios del derecho para combatirlo, y lo hizo con absoluta eficacia, mediante los tribunales ordinarios, ofreciendo a los acusados todas las garantías de la defensa en juicio; y en ocasión del secuestro de Aldo Moro, cuando un miembro de los servicios de seguridad le propuso al General Della Chiesa torturar a un detenido que parecía saber mucho, le respondió con palabras memorables: “Italia puede permitirse perder a Aldo Moro. No, en cambio, implantar la tortura”. No fue de esta manera en nuestro país: a los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos”.
Como erróneamente se cree, el prólogo no fue modificado. Desde 2006 el Nunca Más tiene una introducción firmada por la Secretaría de Derechos Humanos (es probable que el autor sea Eduardo Luis Duhalde, titular de la misma), donde se afirma: “Es preciso dejar claramente establecido, porque lo requiere la construcción del futuro sobre bases firmes, que es inaceptable pretender justificar el terrorismo de Estado como una suerte de juego de violencias contrapuestas como si fuera posible buscar una simetría justificatoria en la acción de particulares frente al apartamiento de los fines propios de la Nación y del Estado, que son irrenunciables”.
El prólogo de 1984 sentencia que “las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos”. No hay, entonces, “simetría”. Los grupos guerrilleros son, técnicamente, (y en particular después del 25 de mayo de 1973, cuando tras la amnistía sigue la lucha armada), asociaciones ilícitas. El concepto jurídico excede al Estado mismo cuando el Estado es envilecido al punto tal que la presentación de un habeas corpus podía costarle la vida a un abogado. La “simetría” tampoco es “justificatoria” si el párrafo habla de “el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos”. Más adelante se lee, por si quedaran dudas: “Tenemos la certidumbre de que la dictadura militar produjo la más grande tragedia de nuestra historia, y la más salvaje”.
Volvamos al párrafo de la discordia: “un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda”. Y ejemplifica con el caso italiano, equiparando las Brigadas Rojas a la guerrilla. En contraposición a los secuestradores de Aldo Moro, nombra “formaciones fascistas”. ¿Quiénes serían esas formaciones fascistas en la Argentina? No ciertamente las Fuerzas Armadas, a las que el texto pone en acción el 24 de marzo de 1976. El prólogo, en su comienzo mismo, está poniendo la mira en la Triple A, no solo en el ERP y Montoneros. Si no, no se entiende que hable de terrorismos de extrema derecha y extrema izquierda. Pero la Comisión no lo podía decir abiertamente; hacerlo implicaba enfocarse también en el gobierno de Isabel Perón (la Escuelita de Famaillá, primer chupadero del país, es anterior al golpe del 76), quien había pactado con Raúl Alfonsín hacer la vista gorda a cambio de tener cierta gobernabilidad en los primeros meses de la democracia.
Yendo más allá, la teoría de los dos demonios, equiparando a militares y guerrilleros (y obviando a las tres A), es una creación radical previa a la CONADEP. La Comisión nació el 15 de diciembre de 1983; Alfonsín firmó dos días antes los decretos 157 y 158. El primero procesaba, en nombre del estado, a las cúpulas montoneras y del ERP. El segundo, a las tres primeras juntas militares. Pero la idea venía incluso de antes. En ocasión de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en septiembre de 1979, la UCR, tras la entrevista de Ricardo Balbín con los comisionados, señaló en un comunicado: “Repudiamos la violencia como método de acción política. Condenamos la guerrilla y el terrorismo que siembra destrucción y muerte. Repudiamos también la acción de grupos autónomos que, desde otro extremo ideológico, bajo el pretexto de ayudar a combatir al otro extremo, son responsables de excesos en la represión, violación de derechos humanos y también indiscriminadamente hacen víctimas”. Y a los pocos días, el mismo Alfonsín diría: “La Argentina está siendo empujada hacia un colapso ético por los partidarios de la violencia de uno u otro signo. La metodología del terrorismo constituye una expresión repugnante que el Estado debe sancionar. La actividad represiva del Estado no debe atentar contra la vida, los derechos y el honor de los ciudadanos. La sanción debe recaer sobre quien cometió el delito y nunca sobre sus familiares o allegados. Debe respetarse integralmente el artículo 18 de la Constitución Nacional, que exige procesos públicos, jueces identificables y sentencias fundadas”. Todo un alarde de principios liberales, que no se escuchó en los días del Operativo Independencia, cuando incluso violando el estado de sitio, los generales Vilas y Bussi prologaron el terrorismo de estado en Famaillá y no llevaron sus prisioneros ante los jueces naturales.
El prólogo de Sabato cierra así: “Se nos ha acusado, en fin, de denunciar sólo una parte de los hechos sangrientos que sufrió nuestra nación en los últimos tiempos, silenciando los que cometió el terrorismo que precedió a marzo de 1976, y hasta, de alguna manera, hacer de ellos una tortuosa exaltación. Por el contrario, nuestra Comisión ha repudiado siempre aquel terror, y lo repetimos una vez más en éstas mismas páginas. Nuestra misión no era la de investigar sus crímenes sino estrictamente la suerte corrida por los desaparecidos, cualesquiera que fueran, proviniesen de uno o de otro lado de la violencia. Los familiares de las víctimas del terrorismo anterior no lo hicieron, seguramente, porque ese terror produjo muertes, no desaparecidos. Por lo demás el pueblo argentino ha podido escuchar y ver cantidad de programas televisivos, y leer infinidad de artículos en diarios y revistas, además de un libro entero publicado por el gobierno militar, que enumeraron, describieron y condenaron minuciosamente los hechos de aquel terrorismo”. Al final del párrafo, sin nombrarlo, marca diferencias con El terrorismo en la Argentina, el abyecto libelo que los militares editaron cuando arribó la CIDH, detallando las acciones de la guerrilla e incluso inventando atentados inexistentes, cosa de inflar un volumen que ningún historiador puede tomar con seriedad, a diferencia del valor del Nunca Más. El problema es que Sabato le da entidad de documento creíble a ese libro, y que con lo de “nuestra misión no era la de investigar sus crímenes sino estrictamente la suerte corrida por los desaparecidos, cualesquiera que fueran, proviniesen de uno o de otro lado de la violencia”, da por sentado el “en algo andarían”, reduciendo el asunto a una cuestión de procedimientos en la represión.
Aún con los lineamientos que recibiera de la Rosada, aún con las críticas que se le pueda hacer a la CONADEP, el valor de su trabajo es enorme. Había miembros con familiares desaparecidos sin tener militancia (el hijo de Graciela Fernández Meijide), otros sí tenían parientes comprometidos (el hijo de Hilario Fernández Long en Montoneros), y los miembros religiosos habían hecho denuncias durante la dictadura, como el obispo Jaime De Nevares y el rabino Marshall Meyer. No había apologistas explícitos de la dictadura entre sus integrantes.
Achacarle a Sabato la paternidad de los dos demonios es obviar la línea directriz de la UCR, cuya crítica de la lucha armada bordeó, sí, la equiparación con la carnicería que cometieron las Fuerzas Armadas, al punto de que Balbín hablara de “guerrilla fabril” al referirse al sindicalismo de base. Sí se puede hablar de un hombre sinuoso, que no es lo mismo.
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